Jorge Luis Canché Escamilla
Al tomar el camión en el centro de la ciudad con rumbo a Sambulá, me encontré con un anciano mayor que yo, y eso que rayo por los setentas. Dado a que era unas de las pocas personas que se encontraba en dicho medio de transporte, se sentó casi frente a mí. Avanzamos unas calles encaminados hacia la colonia, cuando inició su charla aduciendo que era 24 de diciembre, que a unas cuadras antes de llegar a la avenida Itzaes vivía una hija suya con su nieta, estaban solas.
“¿Eso por qué?”, le pregunté más con el ánimo de participar en la charla que por otra cosa. “Desde el principio, se me hizo raro que un adulto mayor estuviera tan solo a eso de las 10 de la noche, más aún cuando yo, rebaso los sesentas”, se dijo Jacinto. “Los abandonó el mentecato tan pronto nació la niña” —aseveró con profundo rencor, en tanto fijaba la miraba en la ventana del camión viendo a través de ella a lo lejos.
“Resultó un patán, poco hombre para enfrentar sus compromisos y responsabilidades como esposo y padre. Mi hija, ante el abandono – continuó—, cayó en estados depresivos, y a pesar de los apoyos ofrecidos, abandonó sus estudios que con tanto esfuerzo le estaba costeando. A pesar de creer en él y que la niña nació de esa relación, ella, prácticamente, la ha rechazado. No le expresa cariño, le ha hecho sentir desde siempre la causa de su desgracia. No la atiende a pesar de que ahora es una adolescente; la niña, a pesar del trato que recibe, es buena e inteligente. Está en tercero de secundaria, no quiero que caiga en manos de algún desquiciado mental”, expresaba con suma aflicción pensando, quizás, que en la colonia existen sitios peligrosos.
Todo esto lo decía moviendo la cabeza de un lado a otro, con los ojos a punto del llanto. “La chica ha de tener quince años” –le dije al momento. “¡No! –contestó—, tiene diecisiete, la pobre, en varios momentos ha tenido que interrumpir sus estudios cuando su madre cayó en severas crisis de neurosis. Trabaja por la noches en una lonchería de San Sebastián, con eso y con la ropa que plancha y lava su mamá por días -cuando está bien, precisó- sobreviven. Así la van llevando”, me dijo con onda angustia. Y yo que voy con la molestia aún de que Jacinto (Jr.), mi hijo, reprobó una materia de este su primer semestre de metra trónica; que aún no se le acaba, que aún no me la acabo, y este anciano, con un sinfín de problemas que lleva a cuestas, dije a mis adentros.
En tanto hacía está reflexión, miraba a mí interlocutor con relativa preocupación, quien estaba al borde del llanto otra vez, mostrando en su rostro un desasosiego que rompía el alma. ¡Qué difícil es ver a un hombre así, en esas condiciones de sufrimiento! Sentía que el llanto que estaba por brotarle por los ojos, me iba a salir a mí por la garganta, era un nudo que no me permitía emitir una palabra, un sonido cualquiera. En la mente tenía muchas palabras de aliento, de tranquilidad según mi papel de oidor. Más no pude emitir palabra alguna, nada, ninguna. El hombre dejó escapar por fin todo el dolor guardado desde hace mucho, comprendí que quiso hacerlo en mi compañía. El resuello doliente se dejó escuchar, el chofer atisbó por el espejo retrovisor lo que acontecía en su unidad, los escasos pasajeros siguieron los acontecimientos con respeto, humildad y solidaridad propios de la gente íntegra con sus hermanos del dolor y circunstancia. Levanté el brazo y lo posé sobre sus escuálidos hombros, puso una de sus manos en la mía, las palmeó varias veces.
Como si fuera el ánimo que requería con todos los años de la vida en su ya cansado cuerpo, se levantó, me miró con una gratitud que recordaré por siempre y me dijo con una triste-alegría: “¡Feliz Noche Buena!”
Se dirigió a la puerta del automotor para bajarse en su esquina referida, llevando entre sus brazos una bolsa con barras de francés en la que podía leer: “La Vieja”. Aún alcancé mirarlo al quedar parado sobre la escarpa. En tanto el camión avanzaba, su imagen se achiquitaba, y al tomar la leve curva para enfilar a la avenida Itzaes, Internacional, Aviación y otras más – en la cual me bajaría— lo vi por última vez.
“He ahí un hombre con una tarea a cuestas –me dije. Llevar un poco de alegría en la desesperanza. Del diálogo al soliloquio, referí a mis adentros, en tanto expresaba con gran ímpetu a mí longevo decembrino encontrado a unas horas del momento esperado: la Noche Buena. ¡Feliz Noche Buena! Aunque muchos también dirán más tarde: ¡Feliz Navidad!”, concluí.
Deseo, con el presente escrito, hacer llegar a los amigos lectores del Diario POR ESTO! y seguidores: “UNA FELIZ NAVIDAD 2012”. Merecido nos lo tenemos. ¿No cree?
Al tomar el camión en el centro de la ciudad con rumbo a Sambulá, me encontré con un anciano mayor que yo, y eso que rayo por los setentas. Dado a que era unas de las pocas personas que se encontraba en dicho medio de transporte, se sentó casi frente a mí. Avanzamos unas calles encaminados hacia la colonia, cuando inició su charla aduciendo que era 24 de diciembre, que a unas cuadras antes de llegar a la avenida Itzaes vivía una hija suya con su nieta, estaban solas.
“¿Eso por qué?”, le pregunté más con el ánimo de participar en la charla que por otra cosa. “Desde el principio, se me hizo raro que un adulto mayor estuviera tan solo a eso de las 10 de la noche, más aún cuando yo, rebaso los sesentas”, se dijo Jacinto. “Los abandonó el mentecato tan pronto nació la niña” —aseveró con profundo rencor, en tanto fijaba la miraba en la ventana del camión viendo a través de ella a lo lejos.
“Resultó un patán, poco hombre para enfrentar sus compromisos y responsabilidades como esposo y padre. Mi hija, ante el abandono – continuó—, cayó en estados depresivos, y a pesar de los apoyos ofrecidos, abandonó sus estudios que con tanto esfuerzo le estaba costeando. A pesar de creer en él y que la niña nació de esa relación, ella, prácticamente, la ha rechazado. No le expresa cariño, le ha hecho sentir desde siempre la causa de su desgracia. No la atiende a pesar de que ahora es una adolescente; la niña, a pesar del trato que recibe, es buena e inteligente. Está en tercero de secundaria, no quiero que caiga en manos de algún desquiciado mental”, expresaba con suma aflicción pensando, quizás, que en la colonia existen sitios peligrosos.
Todo esto lo decía moviendo la cabeza de un lado a otro, con los ojos a punto del llanto. “La chica ha de tener quince años” –le dije al momento. “¡No! –contestó—, tiene diecisiete, la pobre, en varios momentos ha tenido que interrumpir sus estudios cuando su madre cayó en severas crisis de neurosis. Trabaja por la noches en una lonchería de San Sebastián, con eso y con la ropa que plancha y lava su mamá por días -cuando está bien, precisó- sobreviven. Así la van llevando”, me dijo con onda angustia. Y yo que voy con la molestia aún de que Jacinto (Jr.), mi hijo, reprobó una materia de este su primer semestre de metra trónica; que aún no se le acaba, que aún no me la acabo, y este anciano, con un sinfín de problemas que lleva a cuestas, dije a mis adentros.
En tanto hacía está reflexión, miraba a mí interlocutor con relativa preocupación, quien estaba al borde del llanto otra vez, mostrando en su rostro un desasosiego que rompía el alma. ¡Qué difícil es ver a un hombre así, en esas condiciones de sufrimiento! Sentía que el llanto que estaba por brotarle por los ojos, me iba a salir a mí por la garganta, era un nudo que no me permitía emitir una palabra, un sonido cualquiera. En la mente tenía muchas palabras de aliento, de tranquilidad según mi papel de oidor. Más no pude emitir palabra alguna, nada, ninguna. El hombre dejó escapar por fin todo el dolor guardado desde hace mucho, comprendí que quiso hacerlo en mi compañía. El resuello doliente se dejó escuchar, el chofer atisbó por el espejo retrovisor lo que acontecía en su unidad, los escasos pasajeros siguieron los acontecimientos con respeto, humildad y solidaridad propios de la gente íntegra con sus hermanos del dolor y circunstancia. Levanté el brazo y lo posé sobre sus escuálidos hombros, puso una de sus manos en la mía, las palmeó varias veces.
Como si fuera el ánimo que requería con todos los años de la vida en su ya cansado cuerpo, se levantó, me miró con una gratitud que recordaré por siempre y me dijo con una triste-alegría: “¡Feliz Noche Buena!”
Se dirigió a la puerta del automotor para bajarse en su esquina referida, llevando entre sus brazos una bolsa con barras de francés en la que podía leer: “La Vieja”. Aún alcancé mirarlo al quedar parado sobre la escarpa. En tanto el camión avanzaba, su imagen se achiquitaba, y al tomar la leve curva para enfilar a la avenida Itzaes, Internacional, Aviación y otras más – en la cual me bajaría— lo vi por última vez.
“He ahí un hombre con una tarea a cuestas –me dije. Llevar un poco de alegría en la desesperanza. Del diálogo al soliloquio, referí a mis adentros, en tanto expresaba con gran ímpetu a mí longevo decembrino encontrado a unas horas del momento esperado: la Noche Buena. ¡Feliz Noche Buena! Aunque muchos también dirán más tarde: ¡Feliz Navidad!”, concluí.
Deseo, con el presente escrito, hacer llegar a los amigos lectores del Diario POR ESTO! y seguidores: “UNA FELIZ NAVIDAD 2012”. Merecido nos lo tenemos. ¿No cree?
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